Con su inocente y feliz sonrisa me saluda, antes de retirase el nasobuco, el que me aclara “solo se quita porque va a decirme una poesía y hablarme de la importancia que los niños se vacunen”.
Lo hace con una dicción que ya muchos como yo podríamos envidiar. Es la niña Samhantha Brooks Vizcaya, tiene siete años de edad y estudia el primer grado en el seminternado Iván Rodríguez, ella es como un angelito travieso que se aparece en cualquier oficina de la sede del Gobierno provincial del Poder Popular de Guantánamo, donde trabaja su madre, para regalarnos una sonrisa o alguna de sus ocurrencias.
“Samy”, como le llamamos sus tíos y tías del Gobierno, nos dice que lo “lo más malo del coronavirus es que tenía que estar todo el tiempo guardada en la casa, pero sabía que tenía que hacerlo para no enfermarme”.
Cuenta que ese tiempo de Covid lo pasó viendo muñequitos, aprendiendo a leer y repasando con Shirley, su hermana mayor, estudiante del duodécimo grado en el instituto preuniversitario vocacional de Guantánamo, y haciendo dibujos para su papi Omar, cuando regrese de la misión internacionalista en Haití. “Ah Rodny – me dice- ahora también veo las teleclases y hago las tareas”.
Al preguntarle por las vacunas, contesta tocándose el hombro: “me dolió un poquito el pinchazo, bueno los dos pinchazos de Soberana 02 que me puso la seño enfermera en el policlínico, y todavía me falta uno el 13 de noviembre”.
Y llegó el momento de recitarme: “Soberana 02 o Abdala, no importa cuál de las dos tengamos, pero sabemos que nos protegerá”.
Como Samhanta, suman miles los niños de Guantánamo, la provincia más oriental de Cuba, que ya pronto terminan su esquema completo de inmunización, un logro posible en esta Isla, bloqueada por más de 62 años, por el Imperio más poderoso de la historia de la humanidad, por el único pecado de empeñarse a decidir su propio destino y un futuro seguro para los niños y niñas de hoy y del mañana.